El Club de la Serpiente

Mempo Giardinelli "Los Mismos"

Sabíamos que en algún momento la Gladys era capaz de aparecerse, y eso nos tenía nerviosos. Había un cierto fervor en todos nosotros: una expectativa desfavorable, digamos, un deseo generalizado y unánime de que pudiera contenerse, que se aguantar el dolor sola, en su casa. Y era de esperar que alguna amiga del barrio ya hubiese corrido a asistirla, a distraerla y acompañarla para que no compareciera, para disuadirla de ira al velorio de Ramón.

Estábamos los mismos de siempre, en la puerta del comité, preocupados, atento a los coches que doblaban la esquina enfilando por López y Planes, no fuera a llegar la Gladys en el Fitito Azul, el cascajito ese que le regló el Ramón en el sesenta y ocho, cuando echó buena en tiempos de Krieger Vasena y se hizo onganiísta y empezó a defender a los militares como si hubiese hecho la colimba. Estábamos ahí, muertos de calor, sofocados por la humedad de la mañana, bajo el jacarandá de la puerta del comité, fumando y hablando en voz baja todavía, aunque ya el Rengo Luis había soltado un par de carcajadas con los primero cuentos que narró Gómez, el peluquero, reprochado lo cual se excusó diciendo que bueno, no era para tanto, el Ramón se había muerto a las cuatro de la mañana y desde las siete estábamos todos ahí de modo que nadie podía quejarse; encima era domingo y el domingo es buen día para morirse así vienen los amigos bien temprano, además toda la familia ya había visto nuestras caras de tristeza y ultimadamente los cuentos de Gómez son buenísimos.

Ya habíamos recorrido la previsible variedad temática para la ocasión: política, inflación, el desaste de Racing, el repunte de For Ever, los últimos ilícitos de los milicos a cargo del gobierno provincial, y hasta le habíamos sacado el cuero a más de uno y Carmencita había hablado de arte –como siempre hace- diciendo que era una sensibilidad que no podía expresarse con palabras porque el arte es indefinible "pero es algo que se siente". Castillo se burló de él y el Rengo le festejó la grosería, y entonces yo tuve que decir ché, carajo, respeten un poco. Naturalmente, a primera hora de la mañana ya habíamos recuperado y repetido todos los lugares comunes sobre la muerte, y también las paradojas que siempre se detectan en los velorios, como que Ramón moría el mismo día 23 antes de Navidad que su finado padre, fallecido veintitrés años atrás, qué increíble, qué casualidad.

Estábamos ahí, mirando la esquina, y Pianello dijo "va a venir, la loca esa va a venir" y puso cara de semental cansado, que es la única que sabe poner pero que ya no le sienta porque a los setenta y cinco además de los pelos lo que se le cayó es la virilidad. Castillo opinó que "habría que ir a la casa de Gladys, digo yo, para detenerla", y Kraniasky replicó "entonces andá vos, queride, si ‘stás tan preocupado por chica esa". Castillo dijo "no, mejor que vaya Carmencita, andá Carmencita que entre minas se entienden" y lo codeaba a Martinolli que se reía mostrando esos dientes que tiene, tan grandes que parecen tarjetas de funcionario. Carmencita los miró con ironía y le retrucó a Castillo "no, mejor andá vos, pero a la puta que te parió". Pianello, encendiendo un cigarrillo con angustia evidente, dijo "acábenla ché que la loca esa va a venir, lo presiento acá" y se tocó el esternón desnutrido, chupado hacia dentro como si en las tripas tuviese una aspiradora, mientras yo pensaba pobre Carmencita, tan buen tipo, por qué será que nos banca y mantiene es sonrisa de bueno que, como dice el Rengo, para Juan Pablo Segundo en la ventana de San Pedro bendiciendo al mundo como se lo ven en la tele.

Nos quedamos un rato en silencio, después, caviloso, como retornando a la tristeza que había que mostrar, con la cual recibimos al Turco Mata y a Benito Lugones, quienes se acababan de enterar y lógicamente no lo podían creer, y a quienes entre todos informamos rápidamente con frases cortas y voces graves, y quién hubiera dicho, tan joven todavía, justo ahora, pobre Ramón. Yo me quedé pensando en ese "justo ahora" inevitable, justo cuándo y cuál juventud si Ramón a los sesenta ya había jodido de lo lindo y le debía ofensas a media ciudad. El Rengo dijo "hoy aquí, mañana quién sabe", y Gómez lo corrigió "no te hagás el chistoso que mañana me tenés que devolver la guita que te presté", y desde adentro llegaba, desgarrador, el llanto de la viuda, quien lloraba despacito, con cierta dignidad solemne la señora, rodeada de sus hijos, sus cuatro hermanas, dos cuñados, el curo Kourchenko, todos los Marpegán (que son como mil; una unidad básica peronista ellos solos) y algunas viejitas lloradoras de esas que se anotan en todos los velorios, como nosotros, que siempre somos los mismo, sólo que nosotros nos quedamos en la puerta, discretos, custodiadores, firmes como granaderos, aunque a veces, hay que admitirlo, alto estentóreos.

La mañana transcurría en calma, y de no habernos dominado el temor a que apareciera la Gladys, habría sido un velorio más. Entraba mucha gente, se quedaba un rato y luego salía. Nosotros, en la puerta, saludábamos a todos, prestábamos lapiceras para quien quería firmar una tarjeta de pésame, hincábamos dónde estaba el cajón, dónde la viuda, si había café, anís, esas cosas, y quién estaba y quién no, a quién se le había avisado y a quién faltaba avisar. También matizábamos sacando el cuero a éste o aquél y nos contábamos los mismos chistes que ya todos sabíamos, en todo caso asombrados por la coincidencia de esa Navidad, ese diciembre negro en el que ya llevábamos seis velorios al hilo: el Pelado Cobián de cáncer; el gallego Urruti, de viejo; el turco Mousa, de avaro (eso dijo Krasniasky); el sueco Lagerqvist (de aburrido, según Castillo); el colorado Marpegán (siempre hay un Marpegán para morirse, si aquí media ciudad son marpeganes) y, caso increíble, el hijo del Fideo Zelecchini, que se estrelló en la bicicleta contra una vaca en la ruta 11 y cayó con tanta mala suerte que se desnucó. Por supuesto, en la comparación de todos los velorios del año la mayoría coincidíamos en que éste debía haber sido el accidente más pelotudo del país. Pero también, para nosotros, el más conmovedor: el Fideo partía el alma a todo lo largo, flaco y rubio que era, igualito al muchacho del cajón, había sido realmente una injusticia de dios –como dijo Carmencita- tan lindo chico, joven, fuerte y viril.

Y así, entre una cosa y otra, se nos pasan las mañanas porque somos siempre los mismos y siempre diciendo las mismas tonterías. Un chiste de Gómez, una puntada graciosa de Castillo, las carcajadas del Rengo, el mal humor de Pianello, en fin, todo eso que siempre hacemos para aliviar la tristeza de los velorios. El propio Ramón había estado con nosotros muchas veces y quizá por eso se sentía algo diferente en la mañana dominguera, como un aire nervioso porque todos esperábamos, aunque dijéramos que no, la llegada de la Gladys. Porque habrá sido lo que quiera, Ramón –oportunista, trepador y controvertido-, pero jamás dejó que les faltara nada a ella ni tampoco a su legítima, la verdad sea dicha. Fue un duque y hasta producía envidia. Como afirmó Kraniasky; "Un modelo, queride: modelo de cabayere y modelo de hico de puta".

Yo pensaba en todo eso cuando Gómez, tocándose la nariz para taparse la boca y que no se viera que era él quien hablaba, dijo: "Miren, miren, ché", y todos miramos: desde el centro, como a una distancia de tres cuadras, venía el cochecito de la Gladys regulando lentamente bajo el sofocón del mediodía, reverberante como un espejismo.

El autito avanzaba despacio, como si viniera pensando, rumiando una pena. Denunciaba ese modo de conducir que tiene la gente concentrada en sus determinaciones, que sólo mira par adelante, nos e fija en las esquinas y encima tiene la suerte de que nunca se le cruza otro coche. Así marchaba el 600 y Carmencita dijo: "viene; la loca esa viene; no hay decencia, qué barbaridad". Pianello se sobresaltó: "¿No les dije? Lo sentía acá" y se golpeaba el pecho magro. Y Krasniasky auguró: "Cagamos, ahora se arma podrida".

Yo dije para mis adentros que había que detenerla y Martinolli propuso que mejor no la saludáramos, mejor hacernos los burros sino qué iba a pensar la viuda de Ramón, si después de todo era buena gente, la señora, siempre haciéndose la que no sabía que nosotros sabíamos que ella sabía lo que había que saber.

De adentro vinieron el llano de uno de los pibes, un sollozo de la viuda y dos o tres suspiros más largos y sufridos. También se podía oír cómo en un rincón del comité el Padre Kourchenko rezaba otro rosario, seguido por un coro de señoras. Y enseguida vimos que alguien que estaba en la puerta, detrás nuestro, se metió como rata sorprendida, seguro que para ir con el chismo adentro o para solazarse en privado porque la maldad humana no tiene límites. Yo presentí la tragedia y lo codeé a Gómez, que estaba e mi lado: "Se pudre todo", le dije.

El Fitito azul frenó junto a la vereda de enfrente al comité, detrás de la camioneta de un Marpegán, una Foro roja, la de Gregorio el exportador de cueros, pero contra lo esperado la Gladys no se bajó del coche ni miró hacia nosotros. Se quedó con la vista clavada en el horizonte, como mirando la estatua de Belgrano que estaba en la plaza, allá adelante, como preguntándole a la historia qué iba a hacer en ese futuro inmediato que sin dudas ella también intuía violento, trágico, irremediable.

En nuestra verdad todos estábamos en absoluto silencio, éramos un ballet congelado, como detenido en la fotografía; formábamos una especie de pasillo de tristeza, de dolor y resignación por el cual iba a terminar circulando la Gladys. Porque nadie quería suponer que había venido en tren de provocación, simplemente a quedarse ahí y que la viéramos, que supiéramos de su congoja. No, la Gladys no era de hacer eso; yo supe que iba a bajar del coche y que entraría al comité. Carajo, era mucha hembra: había dejado todo en al vida: familia, novios posibles, honor y juventud por el amor ciego, casi candorosamente ingenuo que le tuvo al Ramón. Lo que pasaba –me explicaba a mí mismo- era que la Gladys debía verlo, tenía derecho. Además él ni siquiera pudo despedirse de ella cuando le vino la trombosis en el Club social, ganando al póker, una semana antes y para nunca salir del coma. O sí salió pero para ir al cajón que le hicieron los Debonis a pedido de un servidor, de algarrobo lustrado y manijas doradas con el Cristo gaucho que me encargó una vez, en La Estrella, cuando después de una elecciones en que los socialista fueron unido con los conservadores para perder igual frente al peronismo me dijo lo tenemos merecidos, camarada, porque por gorilas terminamos votando junto a los oligarcas, me quiero morir. Aquel sólo deseo indeseado, y mentiroso, lo hizo recordar que debía tomar precauciones y entonces fue que empezó a construir el panteón de mármol de Carrara que le costó un dineral pero que pagó con un negociado que hizo con el jefe del regimiento, luego de lo cual me obligó a prometerle que me ocuparía del cajón que quería tener. Y yo había cumplido esa mañana con su deseo, a nombre de su viuda.

Nos quedamos petrificados, digo, por el impacto de ver a la Gladys con se vestido morado –el mismo tétrico color de las cintas de palmas y coronas-, demacrada pero todavía buena moza, lozana sin pintura, con los pechos erguidos diría que con orgullo, y toda ella con una dignidad tozuda, empedernida, admirable. Linda mujer, debía andar por los cincuenta y no se marchitaba. Había querido hijos pero no los tuvo por amor a Ramón, quien siempre juró que la amaba pero no hasta el punto de engendrar hijos en dos casas, la vida era así –decía Ramón- y él no tenía la culpa si le puso primero en el camino a su legítima. La Gladys debía comprenderlo.

Y cómo comprendió, qué nobleza, qué amor tan grande, sublime, envidiable, cómo saben amar las mujeres. Se entregan con todo, sin reservas, aunque sepan que los hombres son unos canallas. La Gladys dejó todo por ese amor y fue abominada por su familia, criticada por la iglesia, solayada pro sus amistades, y todo porque aceptó ser amante de Ramón, porque se entregó el imperio de sus pasiones -como dijo Carmencita un día, en la La Estrella, entornando lo ojos y sonándose un moco, completamente cursi-; cómo lo amó, si hasta la echaron de su puesto de vicedirectora del la Escuela de Niñas con ese traslado infame a un escuelita de campo en Machagai, nombramiento que declinó con toda dignidad para abrir el kiosco que durante años atendió en la ventana de su casa con su madre, mientras tuvo madre porque doña Florinda murió en el setenta y dos de un cáncer al hígado, renuncia que significó abandonar su vacación docente por ese hombre al que ahora velábamos nosotros, los mismos de siempre, un hombre cínico, interesado y egoísta que siempre fue amigo de los gobernadores y de los intendentes, y sobre todo de los militares con los que jugaba al polo de joven, les vendía forrajes para la caballadas de grande, y Ramón, siempre de turno para aplaudir en los palcos de los interventores militares, para asentir ante los patrióticos discursos, para abrazarse con los obispos después de los tedeums, para apadrinar la inauguración de monumentos y las fiestas de la primavera y los desfiles de la Semana del Algodón. Pobre Gladys, que amó a quien no la merecía, acaso para confirmar que el amor es ciego, es tonto, torpe, pero también cruel como las tormentas del verano, como las inundaciones que no perdonan cuando desborda el Paraná.

Firmes y compactos, vimos cómo la Gladys parecía juntar fuerzas, tragarse el llanto y la rabia, tomar el último impuso necesario. La mirábamos, alelados, pero nadie se atrevía a intervenir, a decirle Gladys, mejor váyase, chamiga; a ofrecerle una compañía piadosa, una mano en el hombro para sacarla de allí. Nuestra impotencia y nuestra cobardía etaban en el aire, suspendidas como ropa expuestas al sol en una tarde sin viento, colgadas como los sucios y culposos calzones de nuestra conciencias. Nos preguntábamos qué iriía a hacer la Gladys: si sólo bajaría del coche para instalarse en la verdad y espiar por la ventana o si la vencerían las incordura, el dolor y la rabia. Todos sabíamos que jamás se habían cruzado con la viuda: esta nunca había pisado la calle Bartolomé Mitre en la cuadra del kiosco, ni la Gladys caminando la cuadra de la calle Dónovan entre Tucumán y Salta donde vivía la familia legítima de Ramón, las dos tácitamente decididas a conservar una investiduras, sin atreverse a transgredir la imposición del hombre amado, abroqueladas ambas con sus respectivas (y respetables, como dijo Krasniasky un día y no supimos si fue broma o dificultad de dicción) rencores de la una hacia la otra, en sus envidias, en sus silencios, incapaces ambas de condenar -siquiera de juzgar- al mismo Ramón que no dejaba de cumplir ni sus deberes de marido ni sus rituales de amante, eso sí, hay que decirlo, porque ese turro fue fiel a ambas a su manera.

Todos nosotros, los mismo de siempre, nos interrogábamos con las miradas pero éramos incapaces de hacer nada; sólo esperábamos ansiosos, porque todo sucedía con extrema lentitud: la Gladys continuaba aferrada al volante del Fitito, Pianello mascullaba por lo bajo "lo presentía, lo siento acá" y se daba golpecitos en el esternón como en un meaculpa; Kraniasky hablaba sólo, moviendo los labios como si rezara en el templo; Gómez seguía cubriéndose la nariz con la mano y cada tanto soltaba un humm ..., humm.., humm.. como una sirena de barco de juguete; Castillo fumaba un pucho que sostenía con el índice y el pulgar si quitar los ojos del Fitito. Martinolli, el Rengo, Mata y Lugones yo no los podía ver, y a Carmencita tampoco pero detrás de mí lloraba, me di cuenta que lloraba, pobre, enamorado del momento, tan sensible Carmencita que es capaz de lagrimear cuando declama de memoria versos de Bécquer o de Nervo, tan maravillosamente pelotudo que, con los amigos que tiene, de repente ya y escribía una oda a la orquídea silvestre como hizo vez pasada, o se larga a recitar palíndromos berretas del tipo "amar a la rama" o "¡Salta, Atlas!". Todos, ahí, sentimos un mismo estremecimiento en el momento en que la Gladys alzó los pechos, cargados por el aire de la decisión tomada, y abrió la puerta del cochecito con violencia, con una energía imprevista y tras dar un portazo que nos hizo temblar, al Fiat y a nosotros, cruzó la calle taconeando sobre el pavimento, rumbo al comité.

Entró seguida ipso facto por todos nosotros y por otros vecinos que se habían acercado al velatorio y se sintieron cautivados por la duda silencios de la Gladys, como el matrimonio Belascoaráin, los Gandolfo, los Melnik y varios más, todos los cuales nos cerramos en abanico tras el paso de la Gladys, quien entró a la casona como Roca en toldería y sin decir una palabra, y ante el azoro general peor en primer término de la viuda, que se dio vuelta y la miró con rencor, sacó de en medio al padre Kourchenko cuando pretendió intervenir, y con esa voz hombruna que tiene y dirigiéndose al cajón, proclamó:

-Este macho ha sido mío y lo velo yo o no lo vela nadie.

Seguido de lo cual apartó a dos comedidos como Alan Ladd abriendo la puerta del Saloon, caminó hacia la viuda, la miró con desprecio y en un medio giro hacia el féretro, alzó una pierna y de una patada tiró el cajón a la mierda.

Ramón cayó dando una vuelta sobre sí mismo, en medio del estrépito de los altos candelabros que también se desmoronaron, con palmas y coronas y cintas moradas, y quedó boca arriba (y boca abierta porque se le salió la cosa esa que le ponen a los muerto para apretarles los dientes) mirando absurdamente los calzoncillos de Kourchenko, pues dio la casualidad que también se le abrieron los ojos y quedaron justo bajo la sotana. Sólo la bestia del Rengo fue capaz de reírse en tal circunstancia, con su carcajada procaz, para festejar el comentario en voz bajísima de Gómez, quien dijo que los huevo del cura eran tan inútiles que sólo merecían la mirada del finado. Y de repente reinó el alboroto, y el llanto de algunas mujeres se hizo histérico, y en medio del caos fue impresionante ver a la Gladys agacharse sobre Ramón para acariciarle la frente, cerrarle los ojos y darle un inexplicable beso en la boca, que a mi se me antojó heroico y asqueroso a la vez. Le dijo: "Hasta siempre, mi amor" en voz alta, dirigida al alma de su amado pero también a la conciencia de los allí presentes, y luego se puso de pie y salió despacito, desafiante, caminando a la manera segura y fanfarrona de los policías gordos y con callos plantales, rumbo a la vereda, a la calle, al Fiat que puso en marcha y arrancó, lenta, desahogadamente y para nunca más volver.

Porque esa misma noche de domingo, en La Estrella, circuló la noticia -que confirmaríamos al día siguiente- de que la Gladys se había ido de Resistencia sin despedirse de nadie, sin dejar una nota, un saludo, rumbo a un exilio que con el tiempo la gente se encargaría de fantasear innoble y que ha de ser otra historia que seguramente nadie, nunca, va a saber en Resistencia.

Y a nosotros, los mismos de siempre, la Gladys nos impuso así el triste deber de recordarla en cada velorio. Pues desde entonces nunca más hemos podido asistir a uno sin evocar a esa mujer excepcional.

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