El Club de la Serpiente

Mempo Giardinelli - "Allá bailan, aquí lloran"

 

Juana hunde la pala y se seca la transpiración. Vuelva a hundir el instrumento en la tierra, quita otros terrones, respira agitada, dolorida, y sigue y sigue. Cada tanto, se yergue, se inclina hacia atrás, arqueando la espalda, y luego vuelve a palear. Piensa que antes de que oscurezca debe tener el fuego encendido en ese rectángulo de tierra que está preparando, como de cuatro metros por cuatro. Oye la música de la bailanta que se organiza en la otra cuadra, en el rancho de Vicenta Torres, chamames invitadores, uno que otro paso doble, alguna cumbia alegrona, procaz, incitante, y prefiere no pensar en la alegría de ese 24 de junio, cuando todo el pueblo se lanzará a cruzar las brasas encendidas con los pies descalzos, sin quemarse (así dicen) porque es la noche de San Juan y en todo el Chaco se celebra la fiesta de Tatá Yejhasá.

Y vuelve a palear porque ella no siente alegría alguna, porque en el interior de su rancho, entre cobijas y sobre la mesa de madera, junto al catre donde se apretaron unas pocas veces (ahora le parecen demasiado pocas, insuficientes), bajo una cruz de bronce que le prestó el cura y rodeado de una decena de velas ardientes, está el cadáver de Rosauro, con su cara quieta y relajada y sus ojos, que eran negros y bellos, y saltones como los de un yacaré, cerrados para siempre. Y vuelve a palear. Para no pensar más.

En la victrola ponen ahora "Puente Pexoa" y el rasguido doble llena la tarde, mientras Juana se arquea otra vez y ya parece que termina el cuadrilátero justo antes de encender el carbón que rociará por todo el espacio que prepara, porque ella es devota, se dice, y no es cuestión de fallarse al santo, y aunque no irá a la fiesta ella cruzará las brasas, como al Rosauro le hubiese gustado, si en cierto modo por eso lo mataron. Bueno, no fue así exactamente, pero en cierto modo sí fue. Porque él quería lucir, esa noche del 24, unas alpargatas nuevas, negras, de lona limpia, que suplantaran a esas bigotudas que ahora sobresale del borde de la mesa, detenidas para siempre, nunca más bailadoras, nunca más andariegas, juguetonas. El quería unas alpargatas nuevas y por eso fue que se conchabó con los turcos administradores del ingenio, aunque le dijeron que no lo hiciera porque estaban en huelga y no era cuestión de ser carnero, porque la solidaridad, porque los ingleses explotadores y todo eso. Pero ella sabía que él no tenía ninguna mala intención; sólo quería unas alpargatas nuevas y, había dicho, también plata para una tela floreada con la que ella, Juana, se podría hacer un vestido para la fiesta de San Juan.

Y otra palada, que parece la última, acaso lo sea, y volver a erguirse, apoyarse las palmas en las caderas, medio hacia atrás, sobre los riñones, y mirar al campo: esa planicie empecinada, interminable reverdecida por las últimas lluvias, con los cañaverales desgastándose, secos ya en algunas partes, inútilmente germinados en otras, porque la huelga lleva ya dos meses y la fábrica no muele y si hasta parece que el olor a bagazo y a alcohol han desaparecido del aire. Y entonces la última palada y a prender el fuego de carbón de leña campana, como ella sabe hacerlo, creándole un corazón de llamitas en el centro, soplándole suave per indetenidamente por los costados, colocada en cuatro patas y apantallándolo con un pedazo de cartón, para que crezca como un niño sano, como el que soñaron con el Rosauro y que ella no tendrá porque acaban de llegarle las sangres de junio fresco, apenas otoñal.

Y enciende el carbón, de abajito, despacio y bueno, fuerte el fuego, impetuoso mientras escucha "Mi linda paloma blanca" y evoca un abrazo, otra bailanta de hace un par de años, una escapada a la orilla de la laguna, el vigor de Rosauro soltándole el pelo y arrancándole el calzón, y no puede evitar un estremecimiento, un llanto incontenible que por un ratito no reprime, porque después de todo, qué mierda, se dice, cómo no viá llorar si él está ahí tan muerto, y después se enjuga las lágrimas en el antebrazo moreno, descubierto, transpirado, y sigue apantallando el fuego, que sube lento, desde el corazón, como un sentimiento noble.

Y se oyen los primero fitos, los aludos y sapukays cuando llegan las carrtas y los sulkys, y se maniantan los cabllos al palenque, a las ramas bajas de los naranjos; y hay un como rumor que llena el aire, rumor de voces, de diálogos breves, de salutaciones y primero brindis, porque ya cae la noche y las estrellas empiezan a reverberar en el cielo, y ella recuerda la noche de antenoche, cuando Rosauro volvió de la fábrica y dijo "estoy cansado, molido, y tengo miedo", y ella dijo "salite, Rosa, andan diciendo que’stá mal lo que hacés", pero él replicó "sólo sigo hasta el viernes, por la alpargata, ¿sabés?", y se rió al ceñirle la cintura y echarse sobre ella, en el catre que pareció cloquear con un suave golpeteo contra el piso de tierra.

Sólo sigo hasta el viernes, recuerda Juana, esa frase la ha repetido miles de veces, y se jura que la repetirá siempre, toda la vida, si la vida es siempre, al menos un siempre imaginable, sólo sigo hasta el viernes, y sí el viernes se detuvo, lo detuvieron, piensa ella, no pudo seguir por ese le cruzó alguien para matarlo, al salir del ingenio, junto a aun muro lateral de la fábrica. Dos puntadas le dieron, sabias, certera, una con leve error y la otra más precisa, que le partió el corazón, así le dijeron las amigas, doña Vicenta, Encarnación, la Martita, la Eduviges, cuando llamaron a la puerta del rancho, palmeando muchas veces, le partió el corazón, repitieron, encimándose, como rivalizando para ser cada una la primera en dar la infausta nueva, dos puntadas, de cuchillo grueso, así de grande, como machete, pero corto, le dijeron mientras ella aspiraba, semiahogada, como estaqueada al piso y sin entender, aunque reconociendo que se cumplían sus presagios ese viernes de noche, porque ella había tenido tanto miedo. Se lo había silenciado al Rosauro esa mañana, cuando él se fue para el ingenio y la saludó "hoy termino, Juana" y pucha si era cierto, ahora que todas medio le gritaban, excitadas como avispero apedreado, ahora que algunas ensayaban su función de lloradores y doña Encarna la rodeaba con sus brazos gordos, anchos como durmientes de ferrocarril y le decía vení, mijita, tenés que ser juerte", y ella se preguntaba qué era ser fuerte, y qué llorar, si se quedaba sola, si todos sus presagios se cumplían y a lo mejor era porque estaba maldita.

Y entonces repele unos mosquitos que le chupan el tobillo, vuelve a pasarse el antebrazo por la frente y se queda mirando las llama embravecidas, crepitantes, que ya abarcan todo el enorme contorno de leñas, el fuego está listo, piensa, pero lo deja un ratito más, mirándolo cómo sube. Se aparta un poco del calor y mira por sobre la fogata, la inmensidad del campo y allá, como a cientocincuenta metros, la fiesta que se pone linda, en lo de Vicenta Torres, donde se ha congregado todo el pueblo para cruzar las brazas encendidas, porque es la fiesta del Tatá Yejhasá y no se queman las plantas de los pies, y para después bailar y empedarse y gritar, gritar hasta el amanecer, gritar como ella evita hacerlo en este instante en que escucha a sus espaldas que el último de los asistentes al velorio se despide: "Chau, Juana, ya me voy", dice, culposo, el viejo Roque Pérez, y agrega: "áhi se queda un ratito más la Eduviges, pero vos entrá, chamiga, que no se lo debe dejar solo", y se da vuelta y sale, mientras ella lo mira rodear a paso lento el rancho, agitando una mano en débil saludo a la Eduviges, que está adentro, sentada en un banquito, junto al cadáver, llorando desde la seis de la tarde, cuando suplantó a la Rita Brozniky, que lloró desde la tres, cuando se retiró la Lucre Bertini, que estuvo a al a siesta, y antes ya ni se acuerda ni tiene importancia. Porque lo que importa ahora es que deberá volver al rancho para que la salga la última y ella se quedará sola con el Rosauro muerto, enfriado y pálido, y todavía más empalidecido a la luz de las velas y el Soldenoche que cuelga del travesaño de algarrobo del techo, quién sabe si a punto de terminársele el querosene.

Lentamente, se pone de pie y esparce el fuego, Palada a palada va colocándolo en el cuadro que ha trazado, de apenas unos centímetros de profundidad, mientras mira su propio accionar, mecánicamente, sin pensar, sin escuchar los nuevos gritos y la música estridente de "Los Wawanco" que arranca nuevos bríos al jolgorio de la otra cuadra, de donde también le viene el ruido de uno que otro botellazo, de un relincho, de un beso que imagina entre la hierba. Reparte prolijamente las brasas, que parecen adquirir nuevo brillo al caer, al despedarzarse los carbones, y cuando acaba suspira profundo, mira el cielo, se muerde el labio inferior para reprimir su angustia y se dirige al rancho, al que entra apartando la cortina de arpillera.

La Eduviges la ve y ceca su llanto. Se seca las lágrimas con un pañuelo de trapo amarillento, se recompone con facilidad, y le dice:

-Me voy, Juana, Seguí vos.

-Andá nomá, chamiga, y gracia. Yo sigo, sí.

Y cuando la otra se retira, ella se repita a sí misma que yo sigo, sí, yo sigo, sí, y se sienta en el banquito de sentadera caliente y se pregunta si va a llorar, y se distrae mirando las alpargatas viejas, deshilachadas, de Rosauro, asomarse bajo la manta que cubre su cuerpo ensangrentado, de pecho enrojecido y seco y frío. Y piensa y se dice que debe haber sido el Rufino el matador, porque siempre le tuvo celos al Rosauro, porque la quiso primero a ella pero cuando ella era muy niña y no lo aceptó, hace ya no sabe cuántos años. Y se dice que después de todo no importa, nunca lo sabrá, y sienta una pizca de culpa pero especialmente porque ahora es incapaz de llorar; simplemente mira el cadáver y entonces empieza a hablarle, en voz bajita, total está sola en el rancho, todo el pueblo está en la fiesta de San Juan, y já, se ríe, irónica, allá bailan, aquí lloran, pero enseguida se pregunta quién llora si ella misma no es capaz de hacerlo, si no tiene fuerzas, ni ganas, porque hay que tener fuerzas también para el dolor, para imaginar siquiera una venganza. No, es imposible, está sola, derrotada, sola y sin Rosauro.

Y entonces se quita las zapatillas y se queda así, en patas, contemplando el penumbroso ambiente envelado hasta que descubre que, involuntariamente, sus pies siguen el ritmo de un tema de Palito Ortega que ha silenciado la cadencia del último chamamé.

Entonces piensa en rezar, pero cuando llega a más-líbranos-de-todo-mal se da cuenta de que es inútil, ni de eso tiene ganas, quizá de bailar con el Rosauro y se ríe, y se pone de pie da los dos paso que la separan de la mesa sobre la que se tiende, abrazándose a su hombre, decidida a no pensar en la huelga, ni en los cañaverales, ni en las alpargatas nuevas que él quería, ni en que debería llorar porque a los muertos hay que llorarlos, ni en que acaso fue el Rufino, ni en que le partieron el corazón de dos puntadas, una errónea, la otra certera, cómo le partieron el corazón.

Y cuando la voz de palito Ortega se repite en la victrola lejana y a ella como que le aletean los pies, listos ya para entrar a la brasas, porque ahí debe ser en una noche de Tatá Yejhasá, porque así lo iban a hacer juntos, él quitándose sus alpargatas nuevas y ella recogiéndose la pollera, para cruzar sonrientes, confiados, medio rezando entre los rezos de la gente, quizá profiriendo grititos amorosos, esas brasas, esas brasas de a casa de Vicenta Torres, cuando Palito canta "La felicidad jajá-jaja", a Juana se le ocurre la idea y alza, robusta, pujante, el torso de Rosauro, yergue su cuerpo semiendurecido hasta que consigue ponerlo de pie, en esa extraña rigidez encorvada de cadáver que tiene, y se lo lleva, medio arrastrando, medio forcejeadamente, respirando agitada, hasta el patio posterior del rancho donde arde el cuadrilátero de brasas, y allí se lanza, con el Rosauro grandote, el Rosauro lindo, amado, pesadísimo, en sus brazos, y pisa los primero carbones que le queman la carne, la calcinan chicharreantes las plantas de los pies, a pesar de lo cual la danza que la "La felicidad jajá-jajá", la voz de Palito parece que sube al cielo y bajo sobre ellos dos, y ella soporta el dolor y se olvida de rezar, única manera de que el Tatá no te queme, le han dicho, se olvida de rezar y desfallece y siente, aterrada, que se le cae el cuerpo del Rosauro, que empieza a chamuscarse sobre l fuego, y ella titubea un segundo pero se acuesta junto a él, aguantando el dolor, convencida de que la muerte no tiene por qué doler, y aguanta, y aguanta, y aguanta ...

 

Mempo Giardinelli – Cuentos Completos – Ed. Seix Barral - 1999

Este autor nació en 1947 en Resistencia (Chaco-Argentina) y escribió varias obras que se encuentran traducidas a distintos idiomas, recibió diversos premios.

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